miércoles, 7 de agosto de 2013

EL RENACIMIENTO

No nacemos y morimos una sola vez. Entre nuestro nacimiento y nuestra muerte, dichos en propiedad, quien sabe cuántas veces nacemos y morimos. Podría extenderme, hoy que me apetece y estoy inspirado, pero no. Ya lo haré. Sólo quiero deciros que yo sí soy consciente de haber nacido más de una vez y estoy seguro de que lo he hecho más veces sin saberlo. Y también he muerto varias veces. Mueres cuando renuncias. Y yo sé que he renunciado. Hay muertes que merecen la pena y las aceptas con gusto. Y las compensan esos otros nacimientos con los que de vez en cuando te obsequia la rutina y la existencia.

Casi todos mis otros nacimientos conocidos, tres o cuatro, tienen que ver con mis hijos o con mis padres. En eso no soy original, seguro. En el caso de otros, quizá tengan también que ver con médicos o con accidentes. Yo, no. Y toco madera.

Mi último nacimiento fue hace dos noches. Acosté a mi hijo pequeño y, como casi siempre me pide de un tiempo a esta parte con sus inocentes 6 años, me tumbé un momento junto a él. Como cada día, hasta que lo invade el sueño y puedo retirarme reptando como un espía.

Aun no le había llegado ese momento dulce cuando, acurrucándose junto a mí, me dice:

-¿Puedes quitar el brazo?

-Pues no puedo, cariño – le contesto-. Pero me lo puedo cortar si quieres.- Un sentido del humor muy propio de mí.

Y con una lógica aplastante, propia de su edad, y que ojalá no le abandonase nunca en este mundo ilógico y disparatado, me pide:

-No, no te lo cortes. Te morirías. Y yo no quiero que te mueras. Eres un papá genial.

Y en ese momento sentí que volvía a nacer. Vi de nuevo la luz que me bañó el día de mi alumbramiento. Y noté que la vida, que durante unos días me estaba abandonando por momentos (será el calor, no le demos más vueltas), recorría de nuevo mis venas y marcaba con fuerza, de nuevo, la dirección y el propósito de mi existencia, por si flaqueaba y tenía intención de olvidarlo.

Sé que no hay nadie mejor que un hijo en quien volcar tus anhelos. Y no hay vida más perdida que la que uno dedica tan sólo a sí mismo. ¡Que pobre es el que no tiene otro objeto de adoración que el que le observa desde el espejo!


Gracias, hijo, por regalarme la vida una vez más. Espero merecerla.

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