Hace pocos días estuve
revisitando, ahora junto a mi hijo de 13 años, la película “Fuga de Alcatraz”
(1973) de Don Siegel, con Clint Eastwood como protagonista. Para mí, es una de
mis favoritas de ambos. Y eso que Siegel dirigió también, por ejemplo, “La
invasión de los ladrones de cuerpos”, “Dos mulas y una mujer” o “La jungla
humana”, su mejor obra con diferencia, en mi humilde entender.
Vista con los ojos de hoy, me doy
cuenta de que hay algo que ahora no se ve en ninguna película. Lo primero es
que no actúa apenas ninguna mujer, excepto en un brevísimo papel con 4 planos,
lo que daría hoy para una protesta de los sindicatos de actores y
organizaciones feministas. Lo segundo es que todos los personajes, casi sin
excepción, son entrados en la
cincuentena o sesentena ya. Y tanto los presos como los funcionarios de
prisiones. El más joven debe andar por los treinta y muchos y son uno o dos,
ninguno como actor principal. No hay adolescentes ni jóvenes musculitos, como aparecen
ahora en todas partes, lo que, sinceramente, me pareció un oasis de
racionalidad, alejado de excesos hormonales y sentimentales al uso ahora
Pues bien: resulta que cada época
tiene sus diferencias y ahora, con “millenials” por doquier, no se entienden
planteamientos como los de esa película si no se sitúan en su exacto contexto.
Y eso de ver las cosas en su
contexto es válido para todo. Porque yo no quería hablar de cine, por
mucho que me entusiasme, sino de la realidad más actual, que me entusiasma cada día menos.
Vamos avanzando: en Europa hay
muchas antiguas casas reales no reinantes que, mal que bien, han sobrevivido a
las vicisitudes, revoluciones comunistas instadas por la URSS en su mayor
parte, que acabaron con sus mandatos. Algunos de sus integrantes han podido
volver desde el exilio y recuperar incluso parte de sus bienes incautados en su
día. Hasta el rey Simeón de Bulgaria ganó en 2001 las elecciones en su país y
fue primer ministro durante 4 años. Muchas de esas casas sobreviven con bastante
decoro y algunos de sus miembros son profesionales de éxito y se han adaptado
a un paisaje menos palaciego casi siempre. Como las de Grecia, de la que procede nuestra Reina Sofía, Rumanía, Baviera o Bulgaria, por ejemplo.
Aquí, en España, también hubo
ejemplos de exilios.
En 1868, la reina Isabel II viajó
a París tras triunfar una Revolución improvisada que no nació como tal y ya no
volvió a España jamás. Durante su larga vida vio desde allí la I República,
el reinado de Amadeo de Saboya, el de su hijo Alfonso XII, la regencia de María Cristina de Habsburgo y el reinado de su
nieto, Alfonso XIII, hasta su muerte en 1904. Durante esos años, como parece
evidente, España no sufragó seguramente ninguno de sus gastos personales, sino
que su fortuna, acumulada y distribuida, como suelen hacer las casas reales, en
varios países, propició su sustento.
Seguimos: el 14 de abril de 1931,
Alfonso XIII también abandonó España con la esperanza de evitar
enfrentamientos, tras triunfar en las
elecciones los partidos monárquicos pero ante la victoria republicana en las
grandes ciudades y los movimientos violentos que sucedieron. Y se proclamó una
república que jamás, por cierto, se aprobó en referéndum, con una constitución
no refrendada nunca por los ciudadanos y con unos presidentes de los cuales
ninguno fue elegido en las urnas. El Rey vivió en varias ciudades europeas y
pasó los últimos años en Roma, donde murió en 1938, el mismo año en que nació su
nieto Juan Carlos. Durante esos años y las siguientes décadas, la Casa de
Borbón se mantuvo gracias a la previsión aprendida de sus antecesores, por la cual
había depositado parte de su fortuna en Suiza y otros países.
Todo este preámbulo larguísimo, querido lector, es
para hablar de D. Juan Carlos I, por supuesto, como algún avispado habrá
intuido.
D. Juan Carlos, “Juanito”, nació en el exilio de Roma y vivió luego en
otros lugares. No pisó suelo español hasta cumplidos los 10 años, por lo que la
sensación de vivir exiliado y con la maleta siempre hecha la tuvo desde su
nacimiento. Desde esa primera visita a España en 1948 hasta su acceso al trono
en 1975 pasaron muchas cosas y muchas incertidumbres. Entre otras, el
enfrentamiento con su padre que quedó cerrado en 1977 con un discurso de Don
Juan y un abrazo entre ambos que hoy, cuando lo vuelvo a ver, me llena los ojos
de lágrimas. Don Juan tenía defectos pero supo recomponerse y acabar su vida de
forma mucho más que honorable.
Después llegaron también
sobresaltos, como el fallido golpe de Estado de 1981. Si no es fácil la vida de
casi ningún Jefe de Estado, en España esa es una profesión de riesgo.
Dije antes que cada cosa hay que
interpretarla contextualizada en su tiempo y en las circunstancias que la
rodean.
Según todos los informes, D. Juan
Carlos obtuvo en 2010 de sus amigos saudíes comisiones por mediar en el tren de
Medina a La Meca, un histórico contrato multimillonario del que se beneficiaron
importantes empresas españoles, que ganaron no sólo dinero sino prestigio
internacional para acometer nuevos retos. Dichas empresas competían con otras
de primera línea francesas y alemanas que se quedaron con un palmo de narices.
En términos legales, ese dinero
no ha sido robado a nadie porque se lo entregó directamente la Casa Real saudí.
El posible delito de D. Juan Carlos es quizá el de ocultarlo a efectos
fiscales. En términos morales, por supuesto, parece reprobable hoy el que un Jefe
de Estado obtenga personalmente beneficios por hacer su trabajo aparte de la
asignación que tiene del erario público.
El robar al pueblo directamente es una práctica habitual en monarquías absolutas como las del Golfo Pérsico, la marroquí y otras. El Rey de Marruecos, por ejemplo, es dueño de parte de las empresas más importantes del país y una de las mayores fortunas. Y también, por supuesto, en algunas repúblicas, como la cubana o venezolana, de las que se sabe que existen fortunas y testaferros por medio mundo. No hay más que ver quiénes han comprado docenas de viviendas de millones de euros en el barrio de Salamanca en Madrid. Y nada de esto se le parece.
Lo que hizo Juan Carlos I es un error. Pero el nuestro también lo es.
El nuestro es de apreciación. Estamos aplicando consideraciones morales actuales a un hecho que
tiene más que ver con la Historia pasada, con la experiencia que vivió el Rey
desde la cuna y que le dice que hay que ser precavidos, que las coronas a veces
se caen de la cabeza y que los destinos
de las casas reales pueden acabar mal. En algunos caso, muy mal, como sucedió
con la Casa Imperial rusa de los Romanov.
Una de mis máximas personales es la de que hay que tener previstos hasta
los imprevistos y eso, exactamente, es lo que ha hecho Juan Carlos I ocultando ese
dinero no robado, sino regalado, quiero repetir.
Estamos juzgando en 2020 algo que
viene de 1931, de 1868 y de más atrás. De otros sitios y de otros siglos. De
muchísimos siglos. Y es con esos ojos con los que yo veo, entiendo y hasta
exculpo en gran parte los actos de Juan Carlos I. Él es hijo de su tiempo, de
su linaje y de la Historia y muchos de nosotros somos hijos apenas de nuestros
padres, de nuestra familia más cercana, de nuestros amigos de instituto o
compañeros de trabajo. Y de políticos cuyos programas caben en los eslóganes de
4 camisetas fabricadas en China y que saben pescar en río revuelto en su propio
interés.
Juan Carlos I tiene ya 82 años.
Tenía sólo 10 menos cuando cobró ese dinero. Por ley de vida, esa fortuna no es
para él, ni falta que le hará, y eso ya lo sabía entonces. Queda por ver si es
verdad que regaló 65 de esos millones porque eso cuadra muy mal con la noticia
de que el pasado año se le comunicara por escrito a Felipe VI que era
beneficiario, sin su conocimiento, de
unos fondos de inversión extranjeros, a los que ya ha renunciado. Supongo por
ello que, de ser cierto ese posible regalo, cosa que me extrañaría no por el
hecho sino por la cantidad, no sería la única fortuna de la que dispusiera D.
Juan Carlos en el extranjero. Estoy
seguro de que habrá más en más sitios.
El destino original y principal
de ese dinero oculto, el que sea, que tenga acumulado D. Juan Carlos, estaba
destinado a prevenir los imprevistos, como siempre habían hecho no sólo los
Borbones sino todas las casas reales. Imprevistos que pudieran acontecer más a su hijo que a él
porque, con esta edad, ya hay pocos imprevistos que le puedan suceder a uno.
Podría parecer que lo siguiente que
voy a hacer es llamar ingrato a Felipe VI por su actuación para con su padre
Nada más lejos. No lo haré porque no me lo parece. Ha actuado como corresponde
hacerlo. Ha puesto a la Corona y a España por encima de la persona de D. Juan
Carlos y de la de él mismo. Ha hecho lo que corresponde hacer, por muy doloroso
que le esté resultado. “Matar al padre”, según el concepto freudiano, no es
fácil. Según Freud, “matar al padre” es liberarse de la influencia del pasado
histórico y construir tu propio sitio. No es tan fácil como sacrificar una
pieza de ajedrez para mantener la ventaja o evitar el jaque. Seguro que no lo
fue para D. Juan Carlos en su día enfrentarse a su padre y no lo estará siendo
para Felipe VI.
El Rey ha demostrado que es un
rey del siglo XXI, con fe en el futuro de España y de la Corona, conocedor de
la sociedad en la que vive y de las distintas percepciones morales que se
tienen ahora. No desea ataduras con el pasado que lo puedan limitar, más allá
de las formales e históricas derivadas de su condición y de la nuestra como
nación. Felipe VI no nació en el exilio, como su padre, pero tampoco en el seno
de una monarquía constitucional sino de una dictadura implacable nacida tras
una república sectaria no menos implacable con sus adversarios, idealizada por
la izquierda retrógrada actual. Sabe de dónde viene y también hacia dónde tenemos
que ir. Y sabe que lo tenemos que hacer juntos.
Por ello, comprende que el mejor
baluarte hoy de la democracia en España es la Corona. Somos una sociedad ahora
muy enfrentada y dividida, llevada a extremismos por gobernantes interesados,
revanchistas y cortoplacistas, con ciudadanos con escasa cultura política, nulo
criterio y nada de respeto hacia nosotros mismos. En estas circunstancias, sólo
la Monarquía Constitucional puede hacer que todos nos sintamos iguales y con
los mismos derechos y libertades y recuperemos la unidad y el orgullo de
compartir una nación. Sólo la Monarquía puede defendernos de sujetos como los que nos han metido en la crisis actual y de quienes les apoyan.
Sólo eso, y con la ayuda de
muchos de nosotros, puede hacer que no se encaramen a la Jefatura del Estado irresponsables
como los que han llegado al Gobierno. Y ya hablaremos de eso otro día.
Juan Carlos I quedará siempre en
la Historia como un gran Rey que impulsó y defendió la democracia en España y estos
errores no van a borrar esa magnífica obra. Igual que el cabezazo a Materazzi no
acabó con la imagen de Zidane.
Seguro que, a pesar de todo, Felipe VI se siente muy orgulloso de su padre. Yo también de haberlo tenido como Rey. Creo que Felipe VI ha hecho lo que debía
hacer, aunque el inmenso dolor que ese sacrificio le esté produciendo sólo lo sabe él.
Yo, Majestad, humildemente, se lo agradezco.