jueves, 8 de agosto de 2013

ALFONSINA O EL ELOGIO DEL SUICIDA (I)

Alfonsina Stormi, como quizá algunos sepan, fue una poeta argentina postmodernista de principios del XX. Alfonsina no era de ese mundo ni de esa época, como casi ningún poeta lo es. En este caso más que en muchos otros. Alfonsina fue feminista en una época difícil para serlo. Madre soltera en una sociedad y un tiempo en el que había pocas cosas peores que ser eso. Y defensora de una igualdad entre hombres y mujeres que habría de pasar años para atisbar. Abogó por el derecho al voto femenino, que no llegó a su país hasta al año 1946, ocho después de su muerte. En 2013 se conmemoran 75 desde que nos dejó. O mejor, desde que se quedó con nosotros para siempre.

Porque los suicidas y los poetas nunca se van, aunque quisieran. Y menos si, como pasa muy a menudo, coinciden las dos condiciones en una sola persona. Un poeta siente que está desterrado en este mundo, incomprensible para él y que pocas veces acierta tan sólo a escucharlo apenas. Ha sido abandonado a su suerte, vulnerable, en un mundo de almas corruptas.

El poeta perdona lo imperdonable y admite lo inadmisible porque no se siente herido por lo que hiere a los demás. Se siente morir más por nuestra debilidad que por la suya. Le duele nuestra incapacidad para sentir y se apena por nosotros. Y cuando alguien lo ataca, en vez de despreciarlo, lo compadece. La incomprensión es a lo que se ha de acostumbrar, como un semidios abandonado.

Un poeta nos avergüenza cada día con su capacidad milagrosa a nuestros ojos para engarzar versos, construir obras de arte con las mismas torpes herramientas que los demás, los mortales, usan tan sólo para comunicarse, y a veces de forma tan imperfecta. Pule y desbasta sonidos que en nuestra garganta apenas son guturales y en la suya música.

El poeta flota como alma en pena intentando sembrar en terreno yermo. Y choca, como no podía ser de otra forma, con el mundo de la indignidad y la estulticie. Un poeta es, ante todo, una persona íntegra. Por eso se sabe también que no es de este mundo. No es de extrañar que muchas veces acaben abandonándolo antes de tiempo. Un poeta da, porque cree que es su obligación, sin esperar recibir nada a cambio. Un mortal recibe, porque cree que es su derecho, sin dar nada porque nada tiene.

Padeció durante toda su vida desarreglos mentales, propios casi siempre de las sensibilidades preclaras. Hay inteligencias que no pueden subsistir en nuestro pobre ecosistema. Sólo perviven, con su indolencia salvadora, los lerdos que subsisten creyendo que el mundo no es más que lo visible. Este universo gris es la enfermedad de los poetas, la que los vuelve locos cuando los locos son los otros.

Parte de sus amigos y colegas de profesión se suicidaron también. Eso fue una constante a su alrededor, antes y después de su muerte: Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones, por ejemplo. El suicidio fue una vía de escape a alguna de esas almas atormentadas que la rodearon y fue admitido por ella como una solución admisible.

Alfonsina fue poeta del dolor. Y del dolor que produce el amor.

Señor, mi queja es ésta, 
Tú me comprenderás; 
De amor me estoy muriendo, 
Pero no puedo amar. 

Persigo lo perfecto 
En mí y en los demás, 
Persigo lo perfecto 
Para poder amar. 

Me consumo en mi fuego, 
¡Señor, piedad, piedad! 
De amor me estoy muriendo, 
¡Pero no puedo amar!


Publicó su primer libro a los 24 años. Y conocería y sería reconocida por sus iguales, seres también extraterrestres como Amado Nervo o Gabriela Mistral, por citar los más conocidos. También fue distinguida con varios premios en su país, escaso alimento para un alma insaciable, como es siempre la de un poeta. Triste migaja la de los premios, con la que toda  sociedad pretende a veces obsequiar a esos seres superiores, haciéndoles creer que los comprenden cuando la mayor parte de las veces tan sólo los envidian. Envidian su fuerza descomunal para sentir como nadie.

Yo soy esa mujer que vive alerta, 
tú el tremendo varón que se despierta 
en un torrente que se ensancha en río, 

y más se encrespa mientras corre y poda. 
Ah, me resisto, más me tiene toda, 
tú, que nunca serás del todo mío.



Fue presa de la enfermedad maldita del cáncer, que le dejaría secuelas para ella inasumibles. La parte mortal de un ser hecho de luz es más frágil que en los mortales. Operada en 1935 de cáncer de mama, sus consecuencias hicieron un daño devastador más en su mente aún que en su cuerpo.

Se me va de los dedos la caricia sin causa, 
se me va de los dedos... En el viento, al pasar, 
la caricia que vaga sin destino ni objeto, 
la caricia perdida ¿quién la recogerá? 


Una tarde de octubre de 1938, a los 46 años, decidió dejarnos y dejarse. Y se lanzó desde la escollera al mar, a un mundo más cercano al suyo y más real que el nuestro. a un mundo oscuro para nosotros. No para ella. Se despidió escribiendo una carta en la que dejaba orden en sus cosas materiales, otra para su hijo y el último de sus poemas:

Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme puestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera,
una constelación, la que te guste,
todas son buenas; bájala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes,
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases

para que olvides. Gracias... Ah, un encargo,
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido...


Y a partir de ahí, empieza la leyenda. Leyenda en la que se convierten todos los poetas porque lo son desde su nacimiento. Si Mercedes Sosa no hubiera existido, habría que haberla inventado. Nadie como ella cantó a Alfonsina y a su mar, a nuestro mar. A ese mar que llama a todos los seres únicos e inadaptados, que no se sienten en casa en ninguna parte, que levitan, que lloran, que aman como sólo ellos pueden amar, que pelean por ellos y por todos nosotros y que al final, exhaustos, se abandonan con igual fuerza. Poseidón es feliz, y lo envidio, porque alguien le canta cada noche:

Oh mar, dame tu cólera tremenda, 
Yo me pasé la vida perdonando, 
Porque entendía, mar, yo me fui dando: 
«Piedad, piedad para el que más ofenda». 




Hoy he hablado de Alfonsina y de su fin. Otro día hablaré de su fin y el de muchos otros, seres de luz como ella.

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