jueves, 16 de noviembre de 2023

El bar triste.

Hoy he vuelto a aquel bar. Han pasado 25 años y ahí sigue. Está en el mismo sitio y con el mismo nombre, lo que es muy raro porque nada hay ya igual en todo el barrio, calle Alcalá, zona de Pueblo Nuevo. Era un bar de aquellos de antes, en los que abrías la puerta y, desde detrás de la barra, un camarero uniformado y con 40 años de experiencia te gritaba aquello de pasen señores, al fondo hay sitio. 

Aquel bar tenía, como muchos entonces, cartelones con fotos de raciones de oreja a la plancha, chopitos, gambas, chipirones, champi o chorizos a la sidra. Entrabas y, con el olor de la cocina, el humo del tabaco y una cerveza, casi habías ya comido. El camarero era tu amigo desde el momento en el que llegabas y más cuando te ponía un aperitivo gratis, como era costumbre, además de decirte sin que le preguntaras que hoy las gambas eran especiales y que te ponía, caballero, una docenita. Y era siempre verdad, hacías bien en hacerle caso. Era un torbellino que no dejaba de hablar con la gente todo el rato, sea de fútbol, de política, de mujeres o de las obras de la calle. Tendría seguramente a veces todos los dolores de mundo por estar 10 horas de pie pero nunca se lo notabas. Era una alegría llegar allí. Y siempre, siempre, te despedía a voces con un "su vuelta, muchas gracias, caballero, buenas tardes".

Así que, con esos recuerdos frescos, hoy he abierto de nuevo esa misma puerta a las 11 de la mañana. Como digo, parece el mismo: igual distribución, ninguna reforma de importancia pero... nada que ver. Para empezar, nadie me dice una palabra cuando abro. Ni hola ni nada. Hay 5 clientes: dos solos en la barra, cada uno consultando su teléfono móvil, con una cerveza cada uno; otro, lo mismo en una mesa y una pareja mayor en una mesa apartada con cafés y algo de bollería. Silencio, si no fuera porque en la tele están hablando del descuartizador de Indonesia.

Llevo a la barra y mis peores temores se confirman: dos camareras tristes nacidas al otro lado del Atlántico. Y digo tristes y las compadezco, por supuesto. Está claro que son peces fuera del agua. 3 minutos después de llegar a la barra, se acerca una y me mira lánguida. Ha musitado algo bajito y entiendo que me habrá preguntado que qué quería. Así que le he pedido un pincho de tortilla y una cerveza. Y me lo ha puesto diligentemente en completo silencio.

Me fijo en los carteles. Son mucho más coloridos que entonces pero ya no hay raciones. Ahora hay bocadillos, sandwiches, hamburguesas y pinchos tipo "montaditos". Adiós oreja, adiós champiñones, adiós chorizo a la sidra, adiós a los riñones a la plancha. Bocadillos... Antes sólo había bocadillos de jamón, de lomo o de tortilla francesa. Ahora tienen 16 clases de bocadillos, incluidos los "vegetales" y otros desconsuelos parecidos. Y, además de cerveza, tienen "radler" varias y trampantojos similares. Es la era de las trampas al solitario.

Bocadillos y, como digo, tristeza. Mucha. Hace 25 años, a esas horas, el bar estaba lleno de gente trabajadora en su pausa del almuerzo. Con sus prisas, sus voces, sus saludos exagerados, sus "ponme otra, que me voy", el sonido de monedas en el mostrador y en el bote, el de las tragaperras, la televisión, las risas... La vida. Ahora, en vez de trabajadores, hay gente ociosa y con mucho tiempo que perder y eso se nota. Hemos cambiado costumbres, demasiadas.

No hay vida. Es un lugar desangelado, frío y aséptico como la cafetería de un aeropuerto. Como una nave espacial de esas que tienen la comida en pastillas y en las que sólo se oye un zumbido de fondo. Así que he observado con detenimiento cada rincón intentando recordar los ratos que allí pasé y las personas con las que había estado porque es muy probable que jamás vuelva a entrar.

Hemos ganado en colorido, tanto en cartelería como en tonos de piel pero hemos perdido la esencia de lo que somos. Ya no siento ese bar como mío. Ni ese ni muchísimos otros. No sé a ustedes pero a  mí no me compensan estos cambios.