Una dictadura es un gobierno
impuesto por la fuerza y que atropella los derechos elementales de los
ciudadanos o de parte de ellos. Esto es una banalidad, pero será la única que
van a leer en este artículo. Será lo único correcto en un artículo
profundamente incorrecto.
Si es usted de izquierdas, le
ruego que deje de leer ya porque, de aquí, lo único que va a entender es la
primera frase. No sufra más. Sólo ganará pasar un mal rato.
Porque lo que muchos no comprenderán
es que, para vivir en una dictadura, esa violencia se puede ejercer de muchas
maneras y no sólo con armas. Hay en la Historia pasada y actual dictaduras
salidas de las urnas, prueba inequívoca de que los electores, a veces sin
querer y a veces queriendo, se convierten en la herramienta del dictador para
llegar al poder. Es mejor usar votos que tanques pero el resultado es el mismo.
Lo que esconden casi siempre esas
dictaduras es el deseo de una mayoría de ciudadanos de aplastar los derechos de
la minoría, de convertirse en dictadores colectivos. Porque una democracia no
es votar y que el 51 % de los electores decida cualquier cosa que se le antoje
sobre los demás. Si así fuera, ese porcentaje podría servir para imponer la pena
de muerte, decretar el cierre del Parlamento o impedir nuevas elecciones, por
ejemplo. Y según esa visión, todo eso sería democrático porque lo habría
decidido la mayoría.
Pero tampoco hay que llegar a
esos extremos. En las nuevas formas de dictadura, la mayoría, a través de sus
representantes, está decidiendo expulsar una lengua oficial del sistema
educativo, castigar por utilizarla, legalizar el ensalzamiento a asesinos, subvencionar
a sus familias, proteger a manifestantes violentos que atacan a quienes ejercen
su derecho de expresión, declarar la expropiación temporal de viviendas (que es
lo que supone la prohibición de desahucios) y un largo etcétera de ejemplo de
derechos conculcados en nuestra España cada día.
La democracia no es el aplastamiento
por mayoría de votos del rival y su negación a existir. Era fue la democracia “orgánica”
de Franco o las democracias “populares” comunistas. La democracia moderna se
distingue por 3 cosas fundamentales: el diálogo, el respeto por los diferentes
y la imprescindible ayuda institucional a los sectores desfavorecidos, que
nunca han de ser abandonados.
Eso que queda muy bonito pero no
siempre se ejercen correctamente. Por ejemplo, para reivindicar el diálogo hay
que ejercerlo de dos maneras para que sea creíble: sólo dentro de la Ley y
siempre con quienes la cumplan. O sea: no sirve dialogar con cualquiera pero
tampoco excluir a quien queramos sólo porque nos viene mal electoralmente.
Dicho con ejemplos, no es razonable hablar acordar gobiernos con quienes quiere
destruir España y no hablar con la oposición porque no nos cae bien.
En cuanto al segundo punto, el
respeto por el diferente, en España se desprecia absolutamente cuando se trata
de un diferente que no nos gusta. O sea, cuando se trata de un no nazionalista,
con z, en el País Vasco, Cataluña o Valencia, por ejemplo. Ahí, con el voto
mayoritario, se permiten aplastar sus derechos laborales, lingüísticos y
académicos sólo por no declararse sumiso al poder. Se permite y se jalea desde
el poder o sus aledaños que sean discriminados, amenazados, atacados
verbalmente, apaleados y expulsados. Hoy desde el poder sólo se defiende al
diferente cuando ese diferente es afín a ese poder.
Por último, en cuanto a la necesaria
ayuda a los desfavorecidos, la legitimidad de la misma se ve en entredicho
cuando obedece más a fines propagandísticos y electorales que de justicia
social. Como dice Fernando Savater, todas las democracias occidentales hoy son
socialdemocracias en mayor o menor medida porque todas ellas disponen de
sistemas de Educación y Sanidad públicos, protección social, desempleo,
pensiones… Y eso caracteriza, de momento, al mundo occidental.
Lo que falla aquí y ahora es
utilizar esas ayudas de forma partidista. Para empezar, es injusto socialmente
un sistema que premia y fomenta el desempleo, el trabajo en negro, los
chanchullos, las duplicidades en los subsidios… Tenemos un sistema que no se basa en el fomento del
empleo y en la formación obligatoria para subsidiado, salvo cuando alguien
tiene la oportunidad de robar en ambos programas: fomento del empleo y
formación, como ha sucedido en Andalucía, con la mayor condena por corrupción
en España, pero también fuera de Andalucía.
Al gobierno le interesan los
subsidios sólo como forma de clientelismo. Fomenta la laxitud en su obtención
como manera de asegurarse el voto y extiende el número de beneficiarios para
ganarse lo que no podría hacer fomentado el trabajo, entre otras cosas, porque
tampoco sabe hacerlo.
Este gobierno no es comunista. Si
lo fuera, desearía una dictadura del proletariado. Y sabe que el proletariado,
en sentido estricto, cada vez lo está abandonando más.
Por eso se afana en crear la “dictadura
del subvencionado”, que es lo que más y mejor sabe hacer. Hemos pasado de una democracia orgánica
a una dictadura popular, pero dictadura al fin y al cabo.
Que pase pronto o no y los daños que cause depende de la implicación de todos.