Serrat habla de aquellas pequeñas cosas del pasado que
podemos encontrar en un rincón, en un papel o en un cajón. Es éste el caso. Ordenando
papeles, me ha sobresaltado uno muy especial: tengo en mis manos la carta que me
dirigió el 30 de junio de 2005 Miguel Blesa, presidente entonces de Caja Madrid,
felicitándome por el inminente cumplimiento de mis primeros 25 años en la
Entidad, al mes siguiente.
Esa misiva está encabezada por un “Querido Alfonso” de su
puño y letra y acaba, también de igual manera, con un “Enhorabuena y un fuerte
abrazo”. Y firmada por él, por supuesto.
Impresiona mucho, la verdad, saber que la mano que rubricó esto
es la misma con la que, años más tarde, sujetaría la escopeta con la que se
quitó la vida. Reconozco que he estado unos minutos en estado de shock.
La memoria de casi todos los muertos, en lo personal, merece
respeto. La de Miguel Blesa, también, por supuesto.
Pero esto es en lo personal. Aparte de eso, no lo merece la
banda de desalmados, entre los que se encontraba, que atracaron las Cajas de
Ahorro sin pasamontañas y sin medias en la cara, llevándose por delante 300
años de historia de dedicación a las clases populares y de aportación a la
sociedad a través de las Obras Sociales, que fue para lo que se crearon. Y él
no era de los peores. Después de que las ratas y buitres locales (luego
hablaremos de ellos) y nacionales se abatieran sobre ellas, sus despojos han
tenido que ser malvendidos al sector bancario, que esperaba ávido a que cayera
su competencia. Porque hay que recordar que las Cajas llegaron a ser hace menos
de 20 años más del 50 % del sector financiero en España. Algo que no se podía
perdonar desde la banca.
Cada Caja habrá tenido su historia y no las conozco todas. Sí
sé que han sobrevivido con dignidad sólo las más despolitizadas, como La Caixa
(ahora convertida en Caixabank), Caixa Pollensa y Caixa Ontinyent.
Yo tuve la suerte de vivir la primera época y la desgracia de
padecer la segunda y las consecuencias laborales de la misma.
El llamado “capitalismo de amiguetes” de los ‘90 y 2000 fue
posible por las reformas legales de las Cajas de Ahorro en los años 1977
(Fuentes Quintana), ‘81 y ‘86, que tergiversaron su papel equiparando su
funcionamiento a la banca, que no su gestión y su estructura de balance. Y,
sobre todo, por la voracidad de las Comunidades Autónomas, que cayeron sobre
ellas como piojos en limpio, con una voracidad y falta de escrúpulos digna de
muchos años de cárcel, amparadas por el Banco de España y resto de reguladores en
los que, por supuesto, nadie se ha suicidado ni falta que les ha hecho.
Debemos pocas cosas buenas a las CC.AA. y muchas malas. Con
seguridad, una de las peores es ésta, la liquidación de las Cajas. Los jefecillos
de cada taifa vieron los cielos abiertos en cuanto se les abrieron también las
cajas acorazadas de ese 52 % del sistema financiero español y se apresuraron a
colocar a sus fieles al frente.
Tardaron minutos en darse cuenta de que eso serviría para
financiar proyectos locales y particulares, no con fines de utilidad pública,
sino con las nada secretas intenciones de levantar, por ejemplo, magnas
edificaciones faraónicas inútiles que cumplirían la doble función de meter
dinero en el bolsillo a los amigos y de quedar para la posteridad a mayor
gloria del cacique local. Y ejemplos de ello los tenemos en todas las
provincias españolas.
El criterio de riesgos profesional para esas operaciones fue
sustituido por el político. El mismo criterio que hacía y hace que, por
ejemplo, cualquier financiación solicitada por un partido político, un medio de
comunicación o un club deportivo, fuera resuelta por el Comité de Dirección, el
más alto de todos dentro de la Entidad, o sea, el Presidente turno y sus más
cercanos. En sus decisiones no pesan tanto las decisiones profesionales de
posibilidades de devolución del importe. Pesa la trascendencia política de
conceder o no esas operaciones. En Valencia, por ejemplo, saben mucho de esto
con las financiaciones sucesivas a clubs de fútbol a través de mecanismos de
ingeniería financiera dignos de mejor fin.
En Caja Madrid, el último presidente que ejerció su función
con criterio profesional, a pesar de ser nombrado ya por unos órganos
completamente politizados, fue el antecesor de Miguel Blesa, Jaime Terceiro
Lomba, en los tiempos de Joaquín Leguina al frente de la Comunidad de Madrid.
Fue propuesto formalmente por su antecesor, Felipe Ruiz de
Velasco, que ocupó 12 años ese cargo y bendecido también por D. Mateo Ruiz
Oriol, predecesor, a su vez, de éste. Y eso fue porque era el idóneo para ese
puesto y así lo demostró
.
Jaime Terceiro, como digo, a pesar de ser un nombramiento
político, demostró su capacidad, tacto, pericia y prudencia. Expandió la
Entidad por toda España pero manteniendo siempre los pies en el suelo en forma
de altos ratios de solvencia.
Lo que vino después con Blesa fue distinto. José María Aznar
colocó a su amigo de la juventud, incluso por encima del criterio de sus
compañeros del Partido Popular, donde no fue muy querido, precisamente. Blesa
resultó ser el típico nuevo rico, ese pirata al que todos imaginamos sonriente sobre
un cofre lleno de oro en la Isla Tortuga disfrutando de todos los placeres
terrenales y dejando que los doblones resbalen entre sus dedos. Se rodeó de
brillantes profesionales pero los encaminó hacia el abismo.
Miguel Blesa cambió pronto eso que cambian siempre los nuevos
ricos, las tres ces: casa, coche y compañera. Las tres salieron de Caja Madrid,
por cierto. Lo que no se imaginaba cuando me firmó esa felicitación es que la
impunidad iba a acabársele 12 años más tarde y de muy mala manera.
Para ser honestos, creo que es el único que sintió vergüenza,
aunque tardía y mal gestionada. Y eso hay que reconocérselo.
Espero que esté donde se merezca.