sábado, 21 de marzo de 2020

MATAR AL PADRE.


Hace pocos días estuve revisitando, ahora junto a mi hijo de 13 años, la película “Fuga de Alcatraz” (1973) de Don Siegel, con Clint Eastwood como protagonista. Para mí, es una de mis favoritas de ambos. Y eso que Siegel dirigió también, por ejemplo, “La invasión de los ladrones de cuerpos”, “Dos mulas y una mujer” o “La jungla humana”, su mejor obra con diferencia, en mi humilde entender.

Vista con los ojos de hoy, me doy cuenta de que hay algo que ahora no se ve en ninguna película. Lo primero es que no actúa apenas ninguna mujer, excepto en un brevísimo papel con 4 planos, lo que daría hoy para una protesta de los sindicatos de actores y organizaciones feministas. Lo segundo es que todos los personajes, casi sin excepción, son  entrados en la cincuentena o sesentena ya. Y tanto los presos como los funcionarios de prisiones. El más joven debe andar por los treinta y muchos y son uno o dos, ninguno como actor principal. No hay adolescentes ni jóvenes musculitos, como aparecen ahora en todas partes, lo que, sinceramente, me pareció un oasis de racionalidad, alejado de excesos hormonales y sentimentales al uso ahora

Pues bien: resulta que cada época tiene sus diferencias y ahora, con “millenials” por doquier, no se entienden planteamientos como los de esa película si no se sitúan en su exacto contexto.

Y eso de ver las cosas en su contexto es válido para todo. Porque yo no quería hablar de cine, por mucho que me entusiasme, sino de la realidad más actual, que me entusiasma cada día menos.

Vamos avanzando: en Europa hay muchas antiguas casas reales no reinantes que, mal que bien, han sobrevivido a las vicisitudes, revoluciones comunistas instadas por la URSS en su mayor parte, que acabaron con sus mandatos. Algunos de sus integrantes han podido volver desde el exilio y recuperar incluso parte de sus bienes incautados en su día. Hasta el rey Simeón de Bulgaria ganó en 2001 las elecciones en su país y fue primer ministro durante 4 años. Muchas de esas casas sobreviven con bastante decoro y algunos de sus miembros son profesionales de éxito y se han adaptado a un paisaje menos palaciego casi siempre. Como las de Grecia, de la que procede nuestra Reina Sofía, Rumanía, Baviera o Bulgaria, por ejemplo.

Aquí, en España, también hubo ejemplos de exilios.

En 1868, la reina Isabel II viajó a París tras triunfar una Revolución improvisada que no nació como tal y ya no volvió a España jamás. Durante su larga vida vio desde allí la I República, el reinado de Amadeo de Saboya, el de su hijo Alfonso XII, la regencia de  María Cristina de Habsburgo y el reinado de su nieto, Alfonso XIII, hasta su muerte en 1904. Durante esos años, como parece evidente, España no sufragó seguramente ninguno de sus gastos personales, sino que su fortuna, acumulada y distribuida, como suelen hacer las casas reales, en varios países, propició su sustento.

Seguimos: el 14 de abril de 1931, Alfonso XIII también abandonó España con la esperanza de evitar enfrentamientos,  tras triunfar en las elecciones los partidos monárquicos pero ante la victoria republicana en las grandes ciudades y los movimientos violentos que sucedieron. Y se proclamó una república que jamás, por cierto, se aprobó en referéndum, con una constitución no refrendada nunca por los ciudadanos y con unos presidentes de los cuales ninguno fue elegido en las urnas. El Rey vivió en varias ciudades europeas y pasó los últimos años en Roma, donde murió en 1938, el mismo año en que nació su nieto Juan Carlos. Durante esos años y las siguientes décadas, la Casa de Borbón se mantuvo gracias a la previsión aprendida de sus antecesores, por la cual había depositado parte de su fortuna en Suiza y otros países.

Todo este preámbulo larguísimo, querido lector, es para hablar de D. Juan Carlos I, por supuesto, como algún avispado habrá intuido. 

D. Juan Carlos, “Juanito”, nació en el exilio de Roma y vivió luego en otros lugares. No pisó suelo español hasta cumplidos los 10 años, por lo que la sensación de vivir exiliado y con la maleta siempre hecha la tuvo desde su nacimiento. Desde esa primera visita a España en 1948 hasta su acceso al trono en 1975 pasaron muchas cosas y muchas incertidumbres. Entre otras, el enfrentamiento con su padre que quedó cerrado en 1977 con un discurso de Don Juan y un abrazo entre ambos que hoy, cuando lo vuelvo a ver, me llena los ojos de lágrimas. Don Juan tenía defectos pero supo recomponerse y acabar su vida de forma mucho más que honorable.

Después llegaron también sobresaltos, como el fallido golpe de Estado de 1981. Si no es fácil la vida de casi ningún Jefe de Estado, en España esa es una profesión de riesgo.

Dije antes que cada cosa hay que interpretarla contextualizada en su tiempo y en las circunstancias que la rodean.

Según todos los informes, D. Juan Carlos obtuvo en 2010 de sus amigos saudíes comisiones por mediar en el tren de Medina a La Meca, un histórico contrato multimillonario del que se beneficiaron importantes empresas españoles, que ganaron no sólo dinero sino prestigio internacional para acometer nuevos retos. Dichas empresas competían con otras de primera línea francesas y alemanas que se quedaron con un palmo de narices.

En términos legales, ese dinero no ha sido robado a nadie porque se lo entregó directamente la Casa Real saudí. El posible delito de D. Juan Carlos es quizá el de ocultarlo a efectos fiscales. En términos morales, por supuesto, parece reprobable hoy el que un Jefe de Estado obtenga personalmente beneficios por hacer su trabajo aparte de la asignación que tiene del erario público. 

El robar al pueblo directamente es una práctica habitual en monarquías absolutas como las del Golfo Pérsico, la marroquí y otras. El Rey de Marruecos, por ejemplo, es dueño de parte de las empresas más importantes del país y una de las mayores fortunas. Y también, por supuesto, en algunas repúblicas, como la cubana o venezolana, de las que se sabe que existen fortunas y testaferros por medio mundo. No hay más que ver quiénes han comprado docenas de viviendas de millones de euros en el barrio de Salamanca en Madrid. Y nada de esto se le parece.

Lo que hizo Juan Carlos I es un error. Pero el nuestro también lo es.

El nuestro es de apreciación. Estamos aplicando consideraciones morales actuales a un hecho que tiene más que ver con la Historia pasada, con la experiencia que vivió el Rey desde la cuna y que le dice que hay que ser precavidos, que las coronas a veces se caen de la cabeza  y que los destinos de las casas reales pueden acabar mal. En algunos caso, muy mal, como sucedió con la Casa Imperial rusa de los Romanov.  Una de mis máximas personales es la de que hay que tener previstos hasta los imprevistos y eso, exactamente, es lo que ha hecho Juan Carlos I ocultando ese dinero no robado, sino regalado, quiero repetir.

Estamos juzgando en 2020 algo que viene de 1931, de 1868 y de más atrás. De otros sitios y de otros siglos. De muchísimos siglos. Y es con esos ojos con los que yo veo, entiendo y hasta exculpo en gran parte los actos de Juan Carlos I. Él es hijo de su tiempo, de su linaje y de la Historia y muchos de nosotros somos hijos apenas de nuestros padres, de nuestra familia más cercana, de nuestros amigos de instituto o compañeros de trabajo. Y de políticos cuyos programas caben en los eslóganes de 4 camisetas fabricadas en China y que saben pescar en río revuelto en su propio interés.

Juan Carlos I tiene ya 82 años. Tenía sólo 10 menos cuando cobró ese dinero. Por ley de vida, esa fortuna no es para él, ni falta que le hará, y eso ya lo sabía entonces. Queda por ver si es verdad que regaló 65 de esos millones porque eso cuadra muy mal con la noticia de que el pasado año se le comunicara por escrito a Felipe VI que era beneficiario, sin su conocimiento,  de unos fondos de inversión extranjeros, a los que ya ha renunciado. Supongo por ello que, de ser cierto ese posible regalo, cosa que me extrañaría no por el hecho sino por la cantidad, no sería la única fortuna de la que dispusiera D. Juan Carlos en el extranjero.  Estoy seguro de que habrá más en más sitios.

El destino original y principal de ese dinero oculto, el que sea, que tenga acumulado D. Juan Carlos, estaba destinado a prevenir los imprevistos, como siempre habían hecho no sólo los Borbones sino todas las casas reales. Imprevistos  que pudieran acontecer más a su hijo que a él porque, con esta edad, ya hay pocos imprevistos que le puedan suceder a uno.

Podría parecer que lo siguiente que voy a hacer es llamar ingrato a Felipe VI por su actuación para con su padre Nada más lejos. No lo haré porque no me lo parece. Ha actuado como corresponde hacerlo. Ha puesto a la Corona y a España por encima de la persona de D. Juan Carlos y de la de él mismo. Ha hecho lo que corresponde hacer, por muy doloroso que le esté resultado. “Matar al padre”, según el concepto freudiano, no es fácil. Según Freud, “matar al padre” es liberarse de la influencia del pasado histórico y construir tu propio sitio. No es tan fácil como sacrificar una pieza de ajedrez para mantener la ventaja o evitar el jaque. Seguro que no lo fue para D. Juan Carlos en su día enfrentarse a su padre y no lo estará siendo para Felipe VI.

El Rey ha demostrado que es un rey del siglo XXI, con fe en el futuro de España y de la Corona, conocedor de la sociedad en la que vive y de las distintas percepciones morales que se tienen ahora. No desea ataduras con el pasado que lo puedan limitar, más allá de las formales e históricas derivadas de su condición y de la nuestra como nación. Felipe VI no nació en el exilio, como su padre, pero tampoco en el seno de una monarquía constitucional sino de una dictadura implacable nacida tras una república sectaria no menos implacable con sus adversarios, idealizada por la izquierda retrógrada actual. Sabe de dónde viene y también hacia dónde tenemos que ir. Y sabe que lo tenemos que hacer juntos.

Por ello, comprende que el mejor baluarte hoy de la democracia en España es la Corona. Somos una sociedad ahora muy enfrentada y dividida, llevada a extremismos por gobernantes interesados, revanchistas y cortoplacistas, con ciudadanos con escasa cultura política, nulo criterio y nada de respeto hacia nosotros mismos. En estas circunstancias, sólo la Monarquía Constitucional puede hacer que todos nos sintamos iguales y con los mismos derechos y libertades y recuperemos la unidad y el orgullo de compartir una nación. Sólo la Monarquía puede defendernos de sujetos como los que nos han metido en la crisis actual y de quienes les apoyan.

Sólo eso, y con la ayuda de muchos de nosotros, puede hacer que no se encaramen a la Jefatura del Estado irresponsables como los que han llegado al Gobierno. Y ya hablaremos de eso otro día.

Juan Carlos I quedará siempre en la Historia como un gran Rey que impulsó y defendió la democracia en España y estos errores no van a borrar esa magnífica obra. Igual que el cabezazo a Materazzi no acabó con la imagen de Zidane.

Seguro que, a pesar de todo, Felipe VI se siente muy orgulloso de su padre. Yo también de haberlo tenido como Rey. Creo que Felipe VI ha hecho lo que debía hacer, aunque el inmenso dolor que ese sacrificio le esté produciendo sólo lo sabe él. 

Yo, Majestad, humildemente, se lo agradezco.






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